Reflexiones de las autoras a propósito de la obra compartida: “El cuento de Héctor” y “Héctor ha vuelto”
CÓMO EMPEZÓ TODO
(Marisol Soto)
Hace algo más de diez años, tuve la oportunidad de viajar a Colombia y seguir la gira de algunos narradores que se presentaban en el marco del Festival Internacional Abrapalabra 1997. Allí conocí a Iván Torres, un cuentero de Bogotá. Decía que una de sus mayores preocupaciones era encontrarle un papel al arte en los tiempos de guerra que le había tocado vivir. Hasta ese momento, yo tenía algunas referencias del conflicto colombiano, pero la mayor parte venía de las imágenes cliché de los medios masivos. Aquella primera entrada en la realidad colombiana por la puerta de los cuentos, la de los artistas colombianos, me dejó ver esas otras imágenes que casi nunca llegan por televisión.
Algún tiempo después supe que Iván se había embarcado mediante Rayuela, la fundación cultural que preside, en Casas Juveniles, un proyecto educativo con jóvenes que habían estado vinculados al conflicto armado colombiano, y que el arte de contar cuentos iba a ser una de sus herramientas pedagógicas. Me puse en contacto para que me diera detalles: me habló de uno de los alumnos, Héctor, un muchacho de 17 años que había ingresado en las filas de las FARC siendo un niño.
La combinación cuento y niño de la guerra despertó mi curiosidad. Conocía algunos proyectos que relacionan arte y cambio social. Que en Colombia la idea fuera lograr cambios a través de los cuentos me pareció en cierta forma natural, pues ya había podido comprobar por mi misma la fuerza artística y el poder de convocatoria que tiene la narración oral en ese país. La posibilidad de observar un proceso educativo de este tipo me animó a proponer un seguimiento audiovisual que Iván aceptó. Era el año 2002 y por aquel entonces acababa de asociarme con un pequeño grupo de profesionales de la comunicación y la pedagogía para promover audiovisuales comprometidos.
Juntos habíamos fundado la Asociación Cultural Banda Visual. En ese entorno fue donde encontré la mejor alianza para iniciar la producción audiovisual: Marta Hincapié, una realizadora colombiana amiga que llevaba un tiempo viviendo en Barcelona.
Así pues, esta obra documental, aunque es una producción catalana, tiene la particularidad de combinar dos miradas: la mía y la de Marta.
Si la primera puerta de entrada a Colombia fue la de los cuentos, la segunda me la abrió Marta, una mujer de Medellín que ha vivido su niñez y juventud en una ciudad fuertemente castigada por la violencia, con referencias en primera persona de las huellas que eso deja en las personas. Tener que confrontar los puntos de vista nos llevó a una reflexión más honda sobre lo que implica representar al otro en un escenario de violencia, de guerra.
DIRIGIR A CUATRO MANOS
(Marta Hincapié)
Codirigir un documental no es tarea fácil, pero codirigir éste con una documentalista catalana como Marisol Soto sí lo fue, pues desde el comienzo de este largo proceso mantuvimos un diálogo permanente de preguntas y respuestas donde era Marisol quien siempre hacía las veces de abogado del diablo frente a un conflicto complejo y difícil de entender aún para los colombianos. Gracias a la perspectiva racional, rigurosa y crítica de ella y a la disposición de ambas de aprender de este proceso, fue posible la realización de “El cuento de Héctor” y de “Héctor ha vuelto”.
Trabajar con una colega extranjera sobre un tema que tocaba una espina irritativa como es el conflicto colombiano suponía un choque de culturas y de miradas.

Marisol Soto, Iván Torres, Héctor Arango y Marta Hincapié al finalizar una grabación de “Héctor ha vuelto”
El primer paso fue que ambas directoras, ella frente a Colombia y yo tras mi larga estadía en Cataluña, entendiéramos que las culturas tienen sus inconmensurabilidades: Cosas imposibles de conocer y sentir por otros o como los otros, que uno nunca llegará a conocer plenamente al otro; siempre habrá una parte ininteligible, incomunicable, inexplicable y desconocida en las relaciones interculturales, pues uno tiene la tendencia a creer que conoce “al otro” y que es capaz de entenderlo plenamente, por el solo hecho de aproximarse a él con la mente abierta. Al contrario, el proceso creativo nos llevó a Marisol y mí a reconocer los límites de nuestra propia cultura. Fue sobre esa base de diferencia que construimos un principio de respeto de la una por la otra.
La aceptación de este abismo cultural, que comenzó con la relación de nosotras mismas, se extendió a Héctor e hizo que NO lo miráramos con una suerte de benevolencia, de piedad, como a una víctima que es necesario proteger y dirigir, como a un menor o minusválido que necesita de la tutela de “alguien superior”. Esta discriminación positiva hubiese sido tan grave e hiriente como el rechazo directo.
Otra de las premisas que Marisol y yo tuvimos en cuenta al trabajar juntas en este proyecto, era que si tocábamos el tema de un niño de la guerra colombiana, lo haríamos desde “otro lugar”: Nos cuidaríamos de caer en el error de dividir el conflicto en buenos y malos, de caer en los lugares comunes, de simplificar un proceso tan complejo y largo como el de la guerra en Colombia, de caer en el amarillismo, en las imágenes gratuitas y en la espectacularización de la confrontación armada, que tanto daño ha hecho, una suerte de comercialización del conflicto en los medios de información.
En ambos documentales optamos por serle fieles a la propia historia de vida particular de Héctor, con sus contradicciones y sus vaguedades. Nos asomamos a ese otro ser sin juzgarlo, viendo al ser humano inmerso en circunstancias de la historia de un país convulsionado y con grandes diferencias de oportunidades. Nos acercamos a ese otro lado distante, desconocido, para verle la cara a los otros protagonistas de una guerra tan innecesaria como perpetua, con la esperanza de contribuir así a robarle un grano de arena al desierto de la incomprensión.
HÉCTOR Y MARTA
(Marisol Soto)
Una imagen poderosa que conservo en la memoria es la de Héctor y Marta, cogidos del brazo, caminando por la Séptima de Bogotá. Los observaba y me decía: ahí está la estampa de un camino diferente; sus respectivas clases sociales raramente se mezclan y sin embargo ahí están los dos, confiándose sus experiencias, sus sentimientos por los seres queridos que ambos han perdido por culpa de la guerra. Qué distinto sería todo en este país, y en cualquier parte, si ese tipo de relación que tenía ante mis ojos fuera más frecuente.
La injusticia social engendra violencia y en Colombia existe una brecha gigante entre los que tienen de todo y los que sobreviven, que es la mayoría de la población. El fusil que arrastraba Héctor de niño era de las FARC, pero podría haber sido de cualquier otro grupo armado. A él le tocó nacer en un entorno rural. No conoció a su padre y su madre tuvo que hacerse cargo de cuatro hijos en un contexto de pobreza y fuego cruzado. Muchos adultos del Tolima, su región, que fueron la referencia para el niño Héctor, estaban en armas con la guerrilla de las FARC. Ahí fue a parar, ahí se formó, esa fue la realidad que tuvo que enfrentar. También podría haber sido un niño pobre nacido en las regiones donde los adultos armados están metidos en el narcotráfico o en los grupos paramilitares. O su madre podría haber dado a luz en el seno de una familia colombiana con medios. Eso no hubiera impedido que tomara un camino armado, pues la violencia filtra todas los capas sociales, pero Héctor quizá habría podido ir a la escuela, a la Universidad, y quien sabe si hoy no estaría haciendo una maestría de cine documental en Barcelona, como en su día pudo hacer Marta.
La violencia lleva mucho tiempo instalada en Colombia y ha marcado su sistema económico y su sociedad, que está militarizada. En ese escenario, el número de muertos, de desaparecidos, de desplazados, de secuestros, no ha hecho más que aumentar.
Una forma de comprender la dimensión de lo que allí está sucediendo es mirar el complejo mosaico de la realidad colombiana a través de la pieza más humana, la que dibuja las víctimas. Y ese ha sido el punto de vista que hemos consensuado Marta y yo para construir los dos documentales.
HÉCTOR
(Marta Hincapié)
Recuerdo con claridad el día que conocí a Héctor, un joven del departamento del Tolima de 17 años. Me saludó con una sonrisa ancha que dejaba ver unos dientes blancos y fuertes que le restaban importancia a la estela de una cicatriz en su oreja izquierda, ocasionada por el impacto de una ráfaga de metralla en un enfrentamiento con el ejército.
Nos sentamos a conversar en un salón de la sede de la fundación Rayuela, la luz de su mirada me dio confianza e inspiró ternura. Antes de que empezara a contarme su historia, pensé para mí: ¿Y estos son los guerrilleros que tienen en jaque a Colombia? ¿Estos niños son los que están haciendo la guerra?
Yo venía con la idea utópica de sentarme frente a un revolucionario, un joven estructurado políticamente y preparado para la guerra. Pero resultó que el encuentro fue entre un niño, a quien la vida no le había dado otra opción que la guerra y yo, una mujer con una idea romántica de la guerrilla y que tiempo después dimensionó lo que este joven guerrillero le ayudó a “ver” y a entender.
Fue la seguridad con la que pronunciaba las palabras de su relato y su mirada siempre fija en la mía, lo que me llevó a entender su historia: Héctor, había entrado a la guerrilla a los 10 años, a los 15 ya era jefe de una de las columnas móviles de las FARC, con un grupo de 30 hombres o niños como él, a su cargo. A los 17 había sido herido en combate con el ejército y luego capturado. Después de una larga recuperación en un hospital no fue llevado a la cárcel, por ser menor de edad, sino al programa Casas Juveniles de la Fundación Rayuela.
Mi intención con esa primera conversación con Héctor era dejar un documento testimonial. Sabía que lo que me contara en ese primer encuentro sería irrepetible y que conformaría la base de la estructura para el documental. Sin embargo, cambié de idea cuando me contó entusiasmado que estaba haciendo un taller de narración oral con Iván Torres, que su intención era contar su propia historia y que estaba haciendo el ejercicio de recordar en imágenes momentos buenos y malos de sus años en el monte. Retenía en su memoria imágenes como: La de un niño con camuflado y botas y un fusil que se le arrastraba por el barro cuando jugaba a los carritos alrededor del tronco de un árbol, o la del día que se quitó la camisa y el fusil para ir a jugar fútbol con unos niños de una vereda cercana, o la imagen de su novia guerrillera de 13 años, tendida en lo alto de una piedra, donde la dejaron tras asesinarla los paramilitares y cuyo cuerpo terminó devorado por los buitres.
Fueron entonces aquellas imágenes, (y no la entrevista de su historia ni el contexto histórico y político del conflicto de ese entonces) las que después nos dieron las claves a Marisol Soto y a mi para el guión de “El cuento de Héctor”.
LA HISTORIA DE UN INTENTO
(Marisol Soto)
Las grabaciones de los dos documentales han tenido lugar con un intervalo de seis años. La primera, en el año 2002, es cuando llega al poder Álvaro Uribe con su programa de orden y autoridad que atrajo a buena parte de un electorado cansado de la violencia y la inseguridad. La segunda grabación tiene lugar en el 2008, cuando Uribe vuelve a ganar las elecciones y con un programa de reinserción en plena vigencia.
En la sociedad civil colombiana, la principal víctima del conflicto armado, existen iniciativas que buscan caminos alternativos a la guerra y ese es el caso de la Fundación Cultural Rayuela de Bogotá, liderada por Iván Torres: Cuenta cuentos, escritor y pedagogo, que estuvo en su juventud vinculado al M-19, otro grupo guerrillero, pero este de origen urbano.
Con una pequeña cámara, Marta y yo fuimos testigos silenciosos durante días del proceso educativo que tuvo lugar en Rayuela durante el 2002 y en el que se cruzaron dos intentos: El de Héctor, por aprender el arte de contar cuentos para contarse su propia historia, y el de Iván, que resumimos con una frase suya: “¡A ver si consigo robarle un pelao a la guerra!”. Héctor habló de la guerra desde otro lugar y pudo contársela a sí mismo desde las imágenes de su memoria e Iván le ayudó a “ver” y a entender lo que le pasó, sin juzgarlo.
Sin embargo, para Héctor no fue fácil adaptarse a una vida citadina después de vivir prácticamente toda su vida en el monte. Se encontró perdido y solo en una metrópoli poco amable como Bogotá, que no le ofrecía muchas oportunidades. Dos años después de aquella grabación, Héctor decidió volver con la guerrilla. Después nos contaría que consideró que a su verdadera familia, sus afectos y sus referentes estaban allí.
No supimos nada de Héctor en mucho tiempo y temimos por su vida, pero en el 2006 dio algunas señales cuando se decidió a llamar por teléfono a Iván y contarle de su nuevo proyecto en el monte. El Héctor que había vuelto a la guerrilla ya no era el mismo niño metido en la locura de la guerra, había comprendido el drama de las víctimas, del destierro y del atropello. En su nueva estancia en la guerrilla abandonó la línea militar y se dedicó al trabajo con la comunidad; a mediar conflictos de linderos, a alfabetizar y a trabajar la tierra con los campesinos.
A principios del 2008 y desilusionado de las FARC, volvió a ponerse en contacto, esta vez para informar que había abandonado la lucha armada y que se había acogido al programa de reinserción del gobierno de Uribe. Héctor aceptó la invitación de Iván a participar en los proyectos de Rayuela, tales como las representaciones de Teatro Efímero que organiza en ciudades y pueblos de Colombia para exigir el reconocimiento a las víctimas que hay en todos los frentes.
Así pues, en el 2008, Marta y yo decidimos volver a Bogotá para continuar con aquel seguimiento audiovisual que habíamos iniciado hacía seis años y asistir de nuevo a las sesiones entre Iván y Héctor que tuvieron lugar en Rayuela, donde sigue trabajando Iván y a donde quiso volver Héctor. De este reencuentro nació el segundo documental “Héctor ha vuelto”.
Los procesos de reinserción como el de Héctor son caminos largos, complejos, llenos de aristas, de encuentros y desencuentros. Pero son un reto para los que creen que la cultura de paz es posible.
En todo este tiempo, hemos asistido a un intento continuo por encontrar un camino alternativo a las armas. Los finales de ambas películas fueron abiertos con toda la intención, pues nada está del todo resuelto y lo único claro es el genuino intento por el cambio.
Entre las numerosas proyecciones, me gustaría destacar una de El cuento de Héctor que tuvo lugar en el 2004 en Barcelona con la presencia de Iván Torres frente a un público de maestros y cuenta cuentos catalanes. Estuvo organizada por el Departamento de Educación en Valores del Instituto de Educación del Ayuntamiento de Barcelona y llevaba por título: ¿Es posible transformarse a través de los cuentos?
En esta sesión pude comprobar que la pieza audiovisual iba más allá de la historia concreta de Héctor y de la guerra colombiana. Había algo universal en el intento de Iván, porque los maestros catalanes se identificaron plenamente con la aventura pedagógica que allí se mostraba. Fue como un espejo donde todos se vieron, en parte, reflejados.
Creo que la mirada externa-interna de nuestro trabajo consiguió uno de sus principales objetivos: mostrar la humanidad de un niño de la guerra y el intento de un maestro por recuperarlo para las acciones de paz. Sucedía en Colombia pero podía estar sucediendo en cualquier rincón del planeta.
LEJANÍA Y CERCANÍA
(Marta Hincapié)
“El cuento de Héctor” y “Héctor ha vuelto”, dos documentales separados por seis años y enmarcados en los dos períodos de gobierno del presidente Uribe, tienen mucho que ver con mi visión de cercanía y lejanía con el país. Otra sería mi mirada si hubiese permanecido estos 10 largos años en Colombia. A veces estás tan cerca de lo que amas y odias, que te ciegas y no puedes verlas. Si la inteligencia es ver desde la distancia, como pensaban los griegos con sus acrópolis, sólo la lejanía me permitió relativizar la guerra; ver lo polarizado que estaba mi país, el odio, o lo que es lo mismo, el miedo que se vivía y el ostracismo en el que estaba sumido.
Cuando fui testigo de cómo día tras día Héctor e Iván tejían un camino distinto a la guerra, en esas largas sesiones de talleres, comprendí que el verdadero maestro, sin pretenderlo, era Héctor. Él nos enseñó que la guerra es compleja y no simple y roma, que no es un asunto de buenos o malos, que el origen de la violencia tiene raíces hondas y que la sangre, la retaliación y la venganza en nuestro país son un eterno retorno como una serpiente que se muerde su propia cola.
Comprendí que Héctor antes de ser victimario, es una víctima más del conflicto, como también lo fue su madre en los años 80 cuando tuvo que huir desterrada de las montañas del Tolima, ocultando a sus nueve hijos pequeños entre las cajas de moras llevadas a lomo de mula.
Recuerdo que cuando le pregunté a Héctor ¿Por qué había entrado a la guerrilla? Se encogió de hombros, guardó silencio y me dijo: Ellos andaban por ahí cerca prestando guardia y un día empaqué unas pocas cosas y me fui con ellos.